Supe lo gris mirando el fondo del vaso. Disolviendo mis ojos en el hielo desteñido, un charco difuso de sentimientos a medias e imágenes mal reflejadas, encontré los pocos trozos que me faltaban para completar el rompecabezas de la dejadez.
A veces me estoy ahogando y no consigo desprender mis pulmones atados entre sí, con miedo al advenimiento tras la autonomía. Es difícil dejarlo todo, ser uno mismo, animal; conseguir que las venas se hinchen rabiosas y trepidar la sangre hasta el cerebro, dejar de imaginar y reventar en un ataque de impulsividad extrema; ¡gritarlo todo! ¡consumir las últimas cenizas!… Encontrar de repente el valle del viento, la tranquilidad, el gozo y el dejarse llevar. Allí columpiarse entre los espacios vacíos, donde todavía no depositamos expectativas y tomar de la mano todo lo que no nos toca.
Pero el tormento está siempre antes de la puerta, esperando a llevárselo todo con su soplido mortal. Yo me voy en él, siempre y ahora, ahogando mi pesadumbre entre los pulmones flacos y temerosos. Soy débil, ensimismado sobre mis pies o bien pensándome libre; soy cobarde y flojo, inconstante. Tomaría mi daga y tocaría su mango áspero de piel de lagarto, seco y frío por el paso del tiempo y por la quietud. Es ya un cuero sin vida, casi un metal adjuntado al metal de veras, el que convierte todo lo que lo mire en un brillo perfecto. Juntaría el poco valor que guardé por si acaso hace años, cuando me convertí en calculador, y aferraría más fuerte mis dedos, apretando el cuero de lagarto muerto que saca la lengua mientras me mira con su ojo de daga, una línea penetrante que se clava en el medio de mi rostro, de mi vida, del alma vana que en este momento me recorre paseando por entre mis recuerdos de piel muerta de lagarto. Y el brillo pasaría a ser más frío de lo que es a medida que traspasa mi piel y mis órganos. No grito, me remito a sentir el ardor frío y desprolijo que trepa por todo mi cuerpo desde mi estómago. Cerraría los ojos y me dejaría llevar. Allí sí, libre y perpetuo, por donde la casualidad me lo permitiera, y el lagarto cobraría vida y se metería bien dentro de mí, llevándose consigo todo lo que es y sus cueros y sus escamas que estaban muertas pero que ahora me recorren convirtiéndose en mí mismo, adoptando mi rostro, convirtiendo mis pupilas en dos líneas de muerte que son, en definitiva, toda mi vida.